Para llegar a Icononzo, en la parte oriental de Tolima, se recorre una carretera asfaltada con pequeños baches, la mayor parte del tiempo transitando por doble vía, durante 125 km desde Bogotá, bajando a una altitud de 1,3 mil metros, la mitad de la capital y el doble de la temperatura, con 30 grados a la sombra. Allí viven 11 mil habitantes acostumbrados a encrucijadas históricas.
Hasta hace algunos años, la región en donde se localiza este pueblo, cerca del páramo de Sumapaz, era una de las áreas más intensas de conflicto de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) contra el Estado y los grupos paramilitares. Los primeros brotes insurgentes en este rincón del país surgieron en 1949, cuando Juan de la Cruz Varela organizó las primeras unidades de las Autodefensas Campesinas, vinculadas al partido Comunista y precursoras de la organización rebelde fundada por Manuel Marulanda.
En el medio de la campaña electoral para alcalde y concejales, con votación marcada para el 27 de octubre, la ciudad que vio nacer el levante armado ahora es testigo de los intentos de construir la paz. A media hora de viaje en automóvil, sobre un turbulento camino de tierra, se encuentra el Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación (ETCR) Antonio Nariño, con 24 hectáreas, una de las 24 unidades para las que se dirigieron los combatientes de las FARC, después que entregaron las armas en enero de 2017.
El ETRC se divide en cuatro sectores. En el primero, denominado “Vientos de la Paz” se encuentra la entrada de la ciudadela y es allí donde se localizan la hospedería, la tienda comunitaria, el salón de juegos y las canchas de bocha. En el segundo, “Carbonel” está la parte más alta y central del terreno y allí están el restaurante, el estacionamiento y una escuela de formación política. En la zona tres, denominada “27 de mayo”, están la enfermería, las oficinas, el taller de la cooperativa textil y una cancha deportiva. Finalmente, en el cuarto sector, bautizado como “22 de septiembre”, en la parte más baja del complejo, además de áreas para vivienda, como en las demás zonas, hay una fábrica de cerveza artesanal, una casa-cuna y un espacio para eventos comunitarios. En los alrededores del núcleo urbano están los campos de cultivo y ganadería.
Casi 800 exguerrilleros están registrados en esta comunidad, siguiendo la norma prevista por el Acuerdo de Paz firmado en 2016. Pero tan solo 297 siguen viviendo en el complejo que cuenta con casas amplias y colectivas, construidas por los propios moradores, con fondos y materiales suministrados por el gobierno. Algunos trajeron a sus familias, otros tuvieron hijos después de la pacificación: 79 niños en dos años constituyen el “baby boom” entre los exguerrilleros libres de las amarras de la guerra, y se está esperando el nacimiento de ocho más.
La infraestructura es precaria. Como falta red eléctrica, la luz viene de una planta de generadores a diésel. No hay alcantarillado ni abastecimiento de agua: pozos y baldes son las armas para la batalla de la limpieza, de la higiene personal y de la preparación de alimentos. A pesar de las precariedades presentes en la vida cotidiana, el estado de ánimo parece poco afectado.
“El gobierno no cumple integralmente sus obligaciones”, afirma Jesús David Albino Aragonez, nombre de guerra Jean Carlos Rodríguez, 42 años, uno de los coordinadores del ETCR, integrante de las FARC desde 1998. “Las autoridades dejaron de posibilitar la construcción de oficinas, obras sanitarias y sistemas de energía, entre otros puntos previstos en el acuerdo. Pero nosotros vamos arreglando la vida con nuestro propio esfuerzo.”
De origen campesino, con una sonrisa tímida y hablando despacio, Rodríguez fue uno de los líderes que recibió al presidente Iván Duque en abril, durante su visita a la comunidad. Según relata, reclamaron y recibieron más promesas, decididos a mostrar, ante un enemigo histórico, que seguirán adelante con la ayuda del gobierno o sin ella. “En las montañas era todavía más difícil, arriesgábamos la vida todos los días y aprendimos que desistir no es una opción”, subraya.
Casi todo fue construido por las manos de los moradores. La recepción, el restaurante, la escuela política, las viviendas, los cuartos de baño colectivos. Cada reincorporado tiene derecho a 24 metros cuadrados de vivienda y las casas se construyen partiendo de múltiplos de este espacio, básicamente formadas por dormitorios en los que viven de 6 a 12 personas, con ambientes comunes de descanso y comedor.
“En los primeros meses, en 2017, vivíamos en chozas de lona y madera, avanzamos mucho”, conmemora Rodríguez, mostrando edificaciones con placas de cemento, denominadas superboard, más adecuadas que el sistema convencional de albañilería para calendarios apretados y presupuestos escasos.
Además de las estructuras físicas, los exguerrilleros se empeñan en crear formas de organización política y productiva que preserven la disciplina interna, aseguren la participación en las decisiones y posibiliten la supervivencia económica.
El ETCR es dirigido por un consejo político compuesto por quince representantes, en la actualidad doce hombres y tres mujeres, con un mandato de doce meses, elegidos en asamblea general.
Una de sus integrantes, compañera de Rodríguez en este cuerpo directivo, Luz Mery, presa política durante seis años, es candidata a alcaldesa de Icononzo, jurisdicción electoral de los residentes de la comunidad. No manifiesta muchas esperanzas con relación a la victoria, pero sigue feliz y entusiasmada, distribuyendo folletos casa a casa, con la reacción a las propuestas de la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, el partido que substituyó a la guerrilla.
Todos los exguerrilleros registrados en el campo Antonio Nariño pertenecen a la nueva asociación. Se agrupan en células partidarias, discuten la situación del país, militan en campañas electorales y movimientos de la región. Cursan la enseñanza regular, básica o media, en instituciones de un municipio vecino, La Fila, pero reciben formación política en una escuela construida por ellos mismos, dentro del ETCR, y que recibió el nombre del fundador de las FARC.
También intentan demostrar cómo su comunidad es un ejemplo de lo que podrían hacer si fueran gobierno, con poco dinero, lógica colectiva y mucha disciplina. Fue de esa forma que fundaron las tres cooperativas y la asociación responsable por dar impulso a las actividades productivas del complejo.
Casi 300 exguerrilleros viven en el conjunto con casas construidas por los propios moradores (Carmenza Castillo/NC Producciones)
La asociación, denominada La Roja, con 25 miembros, se dedica a la producción de cervezas artesanales que ya se comercializan en Bogotá y otros centros urbanos. Una de sus marcas, etiquetada con la hoz y el martillo de la simbología comunista, lleva el nombre de Lubianka, la célebre plaza en Moscú que era la dirección de la KGB, el servicio soviético de inteligencia.
Las cooperativas se dividen en áreas de actuación: una dedicada a la agropecuaria, otra a la manufactura textil y la última a servicios (turismo comunitario, hotelería y restaurante). Los exguerrilleros eligen libremente si desean actuar en esas iniciativas y en cuál de ellas. Muchos prefieren otros trabajos, incluyendo el de escolta en la Unidad Nacional de Protección, autarquía gubernamental que cuida, entre otras tareas, de la seguridad de los excomandantes de la insurgencia y de los espacios de reincorporación.
El primero de esos proyectos, la Cooperativa Agropecuaria del Común (Coopagrop), con 89 afiliados, es el más ambicioso y tropieza en la lentitud del gobierno para cumplir el Acuerdo de Paz. “No recibimos tierra ni inversiones suficientes para consolidar un proyecto que incluye producción de carne y leche, plantación de aguacate y de maní de la montaña, arvejas y frutas”, reclama Rodríguez.
“Tenemos que alquilar la tierra en la que trabajamos y solo conseguimos salir adelante gracias a nuestros propios ahorros y a la cooperación internacional. El gobierno no nos asegura ni agua para el proyecto”, dice.
El proyecto Tejiendo Paz, que se dedica a la confección, cuenta con 23 socios y ya produce para ventas externas, recurriendo a las redes sociales para su comercialización. “Los diseños nos los proporciona la Universidad de los Andes y aquí fabricamos las ropas con el sello de la paz”, explica Gonzalo Beltrán, gerente de la cooperativa, un pequeño campesino que se dedicaba a la plantación de coca antes de entrar en la guerrilla. “Vendemos por Facebook y nos especializamos en ropas femeninas. Tenemos una pequeña ganancia que reinvertimos en nuestra producción, para que su crecimiento pueda significar el sustento de los miembros de la cooperativa. Pero necesitamos más inversiones, hasta ahora caminamos prácticamente sin ninguna ayuda oficial”.
El restaurante, con casi treinta cinco lugares, además de un pequeño hotel con doce camas, en donde una noche cuesta cinco dólares, sirviendo de base para el turismo comunitario, son las principales actividades de Emprepaz, la cooperativa de servicios que cuenta con 20 socios y que completa el cuadro de proyectos del ETCR.
Caravanas de todo el país y también del exterior suelen visitar la región. Estudiantes, artistas, intelectuales y periodistas, además de militantes políticos, quieren saber cómo viven los exguerrilleros. Mucho se ofrecen para ayudarlos de las más diversas formas. La curiosidad transborda, pero también parece tener un efecto movilizador la percepción de que es algo decisivo para la consolidación de la paz que el ETRC Antonio Nariño, así como sus homólogos en otros territorios, consigan alcanzar el éxito.
Los visitantes son recibidos con paciencia y atención y se les invita a que compartan experiencias con la población local. Por lo general, alguna actividad agrícola simbólica, como la realizada cuando el equipo de reportaje de Opera Mundi estuvo en Icononzo, en un día caluroso del mes de septiembre. Después de explicar, para un grupo de cuarenta universitarios, cómo funcionaba el campo y cuál era su historia, Rodríguez acompañó a la comitiva que realizó la plantación de plantones.
Después estuvieron presentes otros correligionarios dispuestos a conversar con los turistas. Una de las voces más expansivas era la de Marlene Rincón, nombre de guerra Marina, 51 años, en las FARC desde 1984. Nacida en la zona rural de Puerto Concordia, en Meta, quiso librarse del destino común a muchas campesinas: una fusión de la vida dura en el campo con un matrimonio opresor y ser madre de muchos hijos.
Estudió moda y costura en una escuela técnica en Granada, una ciudad más próspera de la región, pero no encontró ninguna oportunidad de empleo y tuvo que volver a la casa de sus padres. No tardó mucho hasta que viera en la guerrilla una oportunidad de futuro, para si misma y para los demás campesinos que se sentían representados por la lucha armada lanzada en los años 60.
“Mi actividad principal, mientras estuvimos en combate, fue la de enfermera” relata Marlene. “Esa era una función vital en la insurgencia y para la población de las zonas en las que actuábamos. Los médicos eran raros, no había servicio público y los únicos organismos del Estado presentes eran las fuerzas de la policía o del ejército. Mucho del apoyo que conseguíamos se debía a que colocábamos nuestras estructuras, incluyendo las de salud, para ayudar a los campesinos.”
Amable y conversadora, afirma vehementemente que, a pesar de las dificultades y amenazas, cree en el camino de paz para cambiar el país. “Luchamos en la guerra porque no teníamos otra opción”, subraya. “La alianza entre los terratenientes, los paramilitares y el ejército buscaba el exterminio de quien luchaba por una vida mejor para los campesinos y el pueblo. Pero la vía militar llegó a un callejón sin salida que se superó con la implementación del Acuerdo de Paz. Nuestro trabajo político y práctico, como aquí en Icononzo, colabora para alcanzar ese objetivo, movilizando a más gente y derrotando a quien desea ver el país eternamente preso por los intereses de los más ricos.”