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A menos de 60 kilómetros al sur de Tel Aviv, entre las ciudades de Kiryat Malakhi y Ashkelon, está uno de los lugares más emblemáticos de la historia de Israel, en la parte norte del desierto de Negev. Allí fue creado, en 1939, el kibutz Negba, una granja colectiva controlada inicialmente por el Hashomer Hatzair, un movimiento sionista de izquierda originario de Polonia.
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Fomentar la colonización en la antigua Palestina, bajo el mandato británico, fue parte de la estrategia diseñada por Ben-Guríon, el líder de la independencia. La idea era recaudar fondos en el extranjero para impulsar la inmigración judía, la construcción de unidades residenciales y de producción que podrían ser los embriones del futuro estado.
Mikhail Frunze/Opera Mundi
Niños en kibutz Negba, ubicado a 60 kilómetros al sur de Tel Aviv, entre las ciudades de Ashkelon y Kiryat Malakhi
Estas colonias agrícolas, sin embargo, deberían seguir el modelo cooperativo que inspiró a muchos sectores del socialismo europeo. Ninguna propiedad privada o salarios. Todos los residentes eran productores y el kibutz era responsable tanto por las inversiones como por el costo de las actividades y de las expensas de sus habitantes. Una frase del judío Karl Marx inspiró el esfuerzo: de cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad. En este caso, calculado según el tamaño de familias.
El kibutz Negba entró en la mística sionista porque allí fue trabada una de las batallas cruciales de la primera guerra árabe-israelí, cuando la independencia recién había sido declarada. “El kibutz se encontraba en una encrucijada decisiva para las tropas egipcias que avanzaban, pues una vez controlada, daría acceso a la carretera en dirección a Tel Aviv”, dice Avshalom Vilan, nacido en Negba hace 62 años e hijo del hombre que comandó la resistencia judía en ese punto del mapa.
“Nuestras instalaciones fueron destruidas durante los combates que duraron tres meses, pero los soldados de Negba, armados con rifles y pistolas, detuvieron al enemigo hasta que llegaron los refuerzos. Fue una victoria heroica y estratégica”.
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Vilan todavía vive en el kibutz, con su esposa Naomi y sus dos hijos. Muestra con emoción el museo que recuerda la batalla de 1948, un viejo tanque del ejército expuesto como una reliquia de guerra, la torre cubierta de balas que nunca ha sido restaurada. Vuelve a sonreír durante el recorrido por los bloques de la residencia, las instalaciones lecheras, las áreas de cultivo y los talleres educativos.
Estructura
El Negba tiene actualmente 600 habitantes en 1.200 hectáreas. Sus negocios se extienden a través de la cría de pollos y ganado lechero, la plantación de hortalizas y frutas, además de dos fábricas para industrializar derivados lácteos, en sociedad con otro kibutz. También recibe ingresos por el arrendamiento de una empresa que había pasado su gestión a terceros.
Mikhail Frunze/Opera Mundi
Sólo una pequeña proporción de los residentes trabaja en algunas de estas plantas productivas, menos del 30%. Los que lo hacen, después de la reforma del sistema nacional de los kibutzim, en el año 2004, se les paga por sus servicios. Pero todos son propietarios de los activos, reciben dividendos en proporción al tiempo en que son parte de la comunidad.
“La directiva electa por los miembros de la asamblea, tiene la obligación de rendir cuentas de los ingresos y gastos, y proponer se va a asignarlos a nuevas inversiones y cuánto será la parte que se puede distribuir entre los colonos”, explica Vilan.
“Pero nadie tiene nada que ver con lo que se hace fuera del kibutz. En el pasado, hemos tenido de renunciar a los salarios recibidos en contratos o incluso donaciones externas de los familiares que viven en otros países. “
La idea colectivista abarcaba todos los aspectos de la vida de estas granjas. En el Negba, hasta principios de siglo, había una residencia-dormitorio en la cual dormían todos los niños. Ellos no vivían con sus padres, pero en una especie sociedad de niños bajo el cuidado de kibbutzniks elegidos para esta misión. Podrían visitar a sus familiares, asistir a cumpleaños, estar con sus familiares en la noche del Shabat y en días festivos. Pero así dejaban de ser amamantados eran trasladados al convivio en comunidad.
Servicios médicos más complejos, la educación superior y la compra de bienes y equipos, eran prácticamente los únicos servicios que los colonos buscaban en el mundo exterior. Por otra parte, las granjas colectivas funcionaban como pequeñas ciudades radicalmente igualitarias. Nadie tenía el derecho de poseer algo que el otro no tenía también. “El kibutz decidía cuando, por ejemplo, era el momento de comprar un televisor”, dice Vilan. “Hecho el cálculo, si hubiera los recursos, todas las familias iban a recibir el mismo dispositivo. Si no había recursos, nadie los recibiría.”
Los kibutzim, a parte ser pioneros de la colonización judía en Palestina (el primero fue creado en 1909), constituyen herramientas para la planificación de la producción en el campo, con importancia creciente después de la fundación de Israel y hasta los años 80. Desde el principio, casi toda la tierra es del Estado, que otorga licencias para su uso. Las granjas colectivas beneficiadas con estas concesiones, fueron una salida del sistema de las pequeñas propiedades, típico de ciertas economías capitalistas que han pasado por la reforma agraria, y la concentración privada en manos de unos pocos terratenientes.
Crisis
El modelo entró en crisis en los años 70. En la primera etapa, como parte de un conflicto político que le sacaría el apoyo de la sociedad. Con la ascensión de la derecha sionista, basada en el voto de los judíos sefardís, los kibutzniks se convirtieron en el blanco obvio para cualquiera que quisiera una caricatura de los ricos y privilegiados askenazi. Menájem Beguín, candidato ganador en las elecciones de 1977, por el partido conservador Likud, llegó a llamarlos de “millonarios con piscinas.”
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Avshalom Vilan, nacido en Negba, kibutz, que actualmente reúne a 600 habitantes en 1200 hectáreas
El segundo paso fue la decadencia económica. A principios de los años 80, estimuladas por el aumento de la inflación, muchas granjas buscaron préstamos bancarios para comprar nuevos activos, ampliar viejos negocios o simplemente pagar viejas deudas. El dinero se devaluaba tan rápido que parecía ser un buen negocio: en el momento de pagar la cuenta, su valor real se había desmoronado. Cuando el gobierno decidió enfrentar el problema, en 1985, muchos se desmoronarían.
Se cortaron las subvenciones para el consumo de electricidad y agua. Las líneas de crédito más favorables fueron abolidas. Los bancos, en quiebra, terminaron rescatados por el Estado para ser privatizados bajo la atenta mirada de quien estaba financiando la salida de la crisis, los Estados Unidos y el Fondo Monetario Internacional. Los kibutzim estaban con la soga en el cuello.
Para sobrevivir, muchos han tenido que vender sus empresas. Algunos se convirtieron en simples condominios residenciales en el campo. Cientos de residentes renunciaron a su condición de colonos y cambiaron de actividad. Los que lograron salir de la tormenta, cambiaron las normas internas para frenar la evasión.
Transformación
La consolidación de estos cambios llegó hace nueve años. Avshalom Vilan, entonces parlamentario por el Meretz (partido de la izquierda sionista, heredero del Mapam y del Hashomer), votó a favor de la reforma que estableció salarios, abolió la prohibición de las propiedades individuales (excepto de la tierra), dio el derecho de la construcción y aumentó la contratación de trabajadores temporales. Los críticos llaman a este proceso de privatización de las granjas colectivas.
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Maquinaria para la producción de leche en el kibutz Negba, que también tiene zonas de cultivo y talleres educativos
Cada familia, a partir de estas medidas, se ganó el derecho a elegir donde sus hijos estudiarían, que equipos deseaban adquirir o qué hacer con sus ahorros. Ahora los residentes pagarían una cuota de administración para el mantenimiento de la granja según sus ingresos, y harían cargo de sus propias expensas. Los días de igualitarismo habían terminado.
“O hacíamos esto o íbamos a ser tragados por el descenso”, argumenta Vilan, hoy secretario general de la Federación de Agricultores de Israel. “No somos más soldados de la revolución socialista y sionista, como nuestros padres creían. Seguimos, sin embargo, siendo el brazo fuerte de la agricultura israelí.”
Sólo el 2% de la población vive en los 267 kibutzim del país, pero representan el 50% de la agricultura, y el 6% de la producción industrial. Calculando de otra manera: estos 140.000 colonos corresponden al 8% del PIB nacional, lo que significa que su productividad es cuatro veces superior al conjunto de la economía.
Traducción: Kelly Cristina Spinelli