El pasado domingo, 11 de julio, presenciamos un nuevo episodio de la guerra más larga y compleja de la historia americana, librada desde 1959 por Estados Unidos contra una isla caribeña que se atrevió a enfrentarse a los intereses de la gran potencia imperial.
Hace casi sesenta años se decretó un bloqueo financiero y comercial sin precedentes en los tiempos modernos. El país sufre restricciones dantescas en el acceso al crédito y a los mercados internacionales. Incluso empresas de terceras naciones pueden ser sancionadas duramente por realizar negocios con la república rebelde.
Al contrario que Cuba, que durante la pandemia ofreció al mundo sus servicios médicos, la Casa Blanca vio este período catastrófico como una oportunidad para romper la revolución liderada por Fidel Castro. La crisis sanitaria, después de todo, redujo drásticamente los ingresos del turismo internacional, principal fuente de recursos en divisas.
El país tuvo que recortar sus importaciones en más de un 30%, afectando el suministro de energía y el abastecimiento de productos básicos, obligando al gobierno de Díaz-Canel a adoptar severas políticas de racionamiento, con total prioridad en la lucha contra el nuevo coronavirus.
La isla está entre los mejores resultados del mundo en el control de la enfermedad, con tasas de transmisión y mortalidad muy por debajo de países absurdamente más ricos. Basta con compararlo con Bélgica, sede de la Unión Europea, que tiene los mismos 11 millones de habitantes pero registra 1.098.332 casos y 25.207 muertes hasta el 15 de julio, frente a 256.607 sucesos y 1.659 muertes en Cuba.
Con un sistema de salud público mundialmente reconocido por su eficacia, a pesar de los obstáculos para la adquisición de medicamentos y equipos, es la única nación latinoamericana que desarrolla sus propias vacunas, cuya aplicación masiva comenzó hace menos de treinta días, en medio de un abrupto repunte de la contaminación tras la flexibilización de ciertas prohibiciones de viajes turísticos.
Bajo estas dramáticas condiciones, estallaron protestas localizadas, rápidamente aprovechadas por grupos opositores para impulsar una supuesta revuelta popular, existente solamente en versiones delirantes en las redes sociales o en una prensa llena de odio contra el régimen cubano.
Las manifestaciones pudieron desarrollarse sin represión, limitándose a los actos de violencia de las fracciones de extrema derecha o a la conspiración con enemigos externos. El presidente Díaz-Canel admitió públicamente los problemas y se comprometió a encontrar soluciones, acudiendo inmediatamente al ojo del huracán, la pequeña localidad de San Antonio de los Baños, zona cero de las protestas, para hablar con los propios manifestantes.
Pero también llamó a los defensores de la revolución a ocupar pacíficamente las calles, lo que los mismos hicieron en los días siguientes, dejando claro que Cuba no responderá con rendición ni con lágrimas en el rostro.
Joe Biden, por su parte, cómplice silencioso de las masacres de opositores en Chile y Colombia, rápidamente se asoció a la frustrada escalada contra el gobierno cubano.
Está lejos de ser una noticia. Es el decimotercer presidente de Estados Unidos que se ensucia las manos en crímenes abiertos o encubiertos contra una nación que ha decidido soberanamente seguir su propio camino.
(*) Artículo publicado en Folha de S.Paulo en 16 julio 2021. Traducción: Carlos Paz
Ricardo IV Tamayo/Unsplash
Breno Altman: Cuba no cree en las lágrimas